jueves, junio 12

Alexis de Tocqueville -



“A medida que me alejo de la juventud siento más estimación y, puedo decir, más respeto por las pasiones. Las amo cuando son buenas y no estoy seguro de detestarlas cuando son malas. Son una fuerza y la fuerza es siempre útil en medio de la flaqueza universal que por todas partes nos rodea.”

Bradbury. El ruido de un trueno. (Las doradas manzanas del sol)

“Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. [...] De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas salamandras, saltarás los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro ébano, las arrugas desaparecerán; todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se devorarán al revés de sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.”

Los ojos culpables (Ah’med Ech Chiruani, H’ adiquat el Afrah)


Cuentan que un hombre compró a una muchacha por cuatro mil denarios. Un día la miró y se echó a llorar. La muchacha le preguntó por qué lloraba; él le respondió:
-Tienes tan bellos ojos que me olvido de adorar a Dios.
Cuando quedó sola, la muchacha se arrancó los ojos. Al verla en ese estado el hombre se afligió y le dijo:
-¿Por qué te has maltratado así? Has disminuido tu valor.
Ella respondió:
-No quiero que haya nada en mí que te aparte de adorar a Dios.A la noche, el hombre oyó en sueños una voz que decía: “La muchacha disminuyó su valor para ti, pero lo aumentó para nosotros y te la hemos tomado.” Al despertar, encontró cuatro mil denarios bajo la almohada. La muchacha estaba muerta.

La advertencia (R. F. Burton, 1001 Nights, II, 141)



En las Islas Canarias se levantaba una enorme estatua de bronce, de un caballero que señalaba, con su espada, el Oeste. 
En el pedestal estaba escrito: “Volveos. A mis espaldas no hay nada.”

El castillo (Diderot, Jacques Le Fataliste, 1773)



Así llegó a un inmenso castillo, en cuyo frontispicio estaba grabado: “A nadie pertenezco y a todos; antes de entrar, ya estabas aquí; quedarás aquí, cuando salgas.

El mayor tormento (El falso Swedenborg, Ensueños, 1873)

Los demonios me contaron que hay un infierno para los sentimentales y los pedantes.
Allí los abandonan en un interminable palacio, más vacío que lleno, y sin ventanas.
Los condenados lo recorren como si buscaran algo y, ya se sabe, al rato empiezan a decir que el mayor tormento consiste en no participar de la visión de Dios, que el dolor moral es más vivo que el físico, etcétera.
Entonces los demonios los echan al mar de fuego, de nadie los sacará nunca.

En el insomnio (Virgilio Piñera – 1946)

El hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama.
Se enreda entre las sábanas. Enciende un cigarro. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormirse.
A las tres de la madrugada se levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir.
Le pide consejo.
El amigo le aconseja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que en seguida tome una taza de tilo y que apague la luz.
Hace todo eso pero no logra dormir.
Se vuelve a levantar.
Esta vez acude al médico.
Como siempre sucede el médico habla mucho pero el hombre no se duerme.
A las seis de la mañana carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos.
El hombre está muerto pero no ha podido quedarse dormido.
El insomnio es una cosa muy persistente.

miércoles, junio 11

Kundera. Fragmeto de "El libro de la risa y el olvido"

“Soplaba el viento y el suelo estaba hecho un barrizal. Frente a la sepultura abierta los asistentes al funeral formaban un semicírculo irregular. Ahí estaba Jan, estaban casi todos sus conocidos, la actriz Hana, los Clevis y por supuesto los Passer: su mujer, el hijo que lloraba y la hija.
Dos hombres con trajes muy gastados izaron las cuerdas sobre las que descansaba el féretro. En ése mismo momento se acercó a la sepultura un hombre muy emocionado, con un papel en la mano, se dio media vuelta hacia los sepultureros, miró al papel y comenzó a leer en voz alta. Los sepultureros lo miraron, dudaron un momento si tenían que volver a dejar el cajón a la sepultura, pero luego comenzaron a bajarlo lentamente al hoyo, como si hubieran decidido ahorrarle al muerto un cuarto discurso.
La inesperada desaparición del féretro hizo que el orador se sintiese inseguro. Todo su discurso estaba elaborado en segunda persona del singular. Se dirigía al muerto, le hablaba, estaba de acuerdo con él, lo consolaba, le agradecía y respondía a sus supuestas preguntas. El féretro llegó al fondo del pozo, los sepultureros sacaron las cuerdas y se quedaron humildemente de pie junto a la tumba. Al darse cuenta de la insistencia con la que el orador se dirigía a ellos, agacharon la cabeza confusos.
Cuanto más se daba cuenta el orador de lo inadecuado de la situación, más lo atraían aquellas dos tristes figuras y tenía que hacer un gran esfuerzo para arrancar los ojos de ellas. Se dio vuelta hacia el semicírculo de los asistentes al entierro. Pero ni aún así sonaba mejor su discurso en segunda persona porque parecía como que el finado se ocultase en medio de la gente.
¿Hacia dónde podía mirar? Dirigió la mirada angustiado al papel y a pesar de que se sabía su discurso de memoria no levantó la vista de las letras.
Todos los presentes estaban poseídos por una especie de inquietud aumentada por los neuróticos golpes de viento que los sacudían a cada momento. Papá Clevis tenía el sombrero bien encasquetado pero el viento era tan fuerte que de repente se lo arrebató y lo hizo posarse entre la sepultura abierta y la familia Passer que estaba en primera fila.
En un principio, su intención fue atravesar la masa de gente y recoger el sombrero, pero inmediatamente se dio cuenta de que con tal comportamiento daría la impresión de que le importaba más el sombrero que la solemnidad del homenaje dedicado al amigo.
Decidió, por lo tanto, no interrumpir y hacer como si no hubiese pasado nada. Pero no fue una buena solución. Desde el momento en que el sombrero fue a dar al espacio abierto que había ante la tumba, el cortejo fúnebre se intranquilizó aún más y ya no fue capaz de atender a las palabras del orador. El sombrero, con toda su humilde quietud interrumpía la ceremonia mucho más que si Clevis hubiera dado un par de pasos para recogerlo. Por eso le dijo al que estaba delante de él perdone y atravesó el gentío. Se encontró así en el espacio vacío (parecido a un pequeño escenario) que había entre la tumba y los invitados al entierro. Se agachó, estiró el brazo, pero en ese momento el viento volvió a soplar e impulsó al sombrero un poco más hacia delante, junto a los pies del orador.
En ése momento ya nadie pensaba más que en Papá Clevis y su sombrero. El orador no sabía nada del sombrero pero comprendió que estaba ocurriendo algo entre su auditorio. Levantó la vista del papel y con sorpresa se encontró con un desconocido que estaba a dos pasos de distancia y lo miraba como si se preparase para saltar. Volvió la vista rápidamente hacia las letras; quizá tenía la esperanza de que al volver a levantarla la increíble aparición se hubiese esfumado. Pero cuando la levantó, el hombre seguía allí y continuaba mirándolo.
Y es que Papá Clevis no podía ni avanzar ni retroceder. Echarse bajo los pies del orador le parecía atrevido y volver sin el sombrero ridículo. Se quedó por lo tanto inmóvil, paralizado por su indecisión, intentando en vano que se le ocurriese alguna solución.
Ansiaba que alguien le ayudase. Miró a los sepultureros. Estos estaba inmóviles al otro lado de la sepultura, mirando fijamente a los pies del orador.
En ése momento volvió a soplar el viento y el sombrero se desplazó lentamente hasta el borde de la sepultura. Clevis tomó la decisión. Se adelantó con energía, estiró el brazo y se inclinó. El sombrero retrocedía y retrocedía ante él, hasta que por fin, un instante antes de que llegara a cogerlo, resbaló por el borde y cayó al hoyo.
Clevis extendió aún el brazo hacia él, como si quisiera llamarlo para que volviese, pero inmediatamente después decidió comportarse como si nunca hubiese existido ningún sombrero y él estuviese junto al borde de la sepultura sólo gracias a alguna casualidad insignificante. Intentó entonces comportarse con naturalidad y soltura, pero era muy difícil, porque todos los ojos se dirigían hacia él. Tenía la cara estirada por una extraña mueca, trataba de no ver a nadie y fue a situarse a la primera fila donde sollozaba el hijo de Passer.
Cuando desapareció la peligrosa visión del hombre listo para saltar, el hombre del papel se tranquilizó y levantó los ojos hacia el gentío que ya no oía nada de lo que decía para pronunciar la última frase de su discurso. Después se dio la vuelta hacia los sepultureros y exclamó en tono muy solemne: “Viktor Passer, los que te han amado nunca te olvidarán. Descansa en paz.”
Se agachó hacia el montón de tierra que estaba junto a la tumba, cogió un poco de tierra con una pequeña pala que allí había y se inclinó sobre la sepultura. En ése momento una ola de risa ahogada agitó las filas de los asistentes al acto. Todos se imaginaban que el orador, que se había quedado paralizado con la pala llena de tierra en la mano inmóvil hacia abajo, veía en el fondo del féretro y encima de él el sombrero como si el muerto, en vano intento por mantener la dignidad, no hubiera querido permanecer con la cabeza descubierta durante un discurso tan solemne.
El orador se contuvo, echó la tierra sobre el féretro, cuidando de que no tocase al sombrero, como si debajo de él se escondiese la cabeza de Passer. Le pasó la pala a la viuda. Sí, todos tuvieron que beber el cáliz de la tentación final. Todos tuvieron que luchar en ese horrible combate contra la risa. Todos, incluso la mujer y el hijo que sollozaba, tuvieron que coger la tierra con la pala e inclinarse sobre el hoyo en el que estaba el féretro con el sombrero puesto, como si Passer, con su optimismo y su vitalidad incorregibles, sacase la cabeza fuera.”

sábado, junio 7

Pessoa- Fragmentos de “El libro del desasosiego”

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Deteniéndome, a veces, en el trabajo literario abundante o, por lo menos, hecho de cosas extensas y completas de tantas criaturas que conozco o de quien sé, siento en mí una envidia incierta, una admiración despreciativa, un mixto incoherente de sentimientos mixtos.
Hacer algo completo, entero, sea bueno o malo –y si nunca es enteramente bueno, muchas veces no es enteramente malo- sí, hacer una cosa completa me causa, tal vez, más envidia que cualquier otra cosa. Es como un hijo: imperfecta como todo ente humano, pero nuestra como son los hijos.
Y yo, cuyo espíritu de autocrítica no me permite ver sino los defectos, las fallas, yo que no me animo a escribir más que fragmentos, trozos, extractos de lo inexistente, yo mismo, en lo poco que escribo soy imperfecto también. Más valiera pues, o la obra completa, aunque mala, ya que al menos es obra; o la ausencia de palabras, el silencio entero del alma que se reconoce incapaz de actuar.


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La metafísica me pareció siempre una forma prolongada de la locura latente. Si pudiésemos conocer la verdad, la veríamos; todo lo demás es sistema y sus alrededores. Nos basta, si pensamos, la incompresibilidad del universo; querer comprenderlo es ser menos que hombres, porque ser hombre es saber que no se comprende.
Me traen la fe como un paquete envuelto en una ovación ajena. Quieren que lo acepte pero que no lo abra. Me traen la ciencia, como un cuchillo en un plato con el que abriré las hojas de un libro de páginas en blanco. Me traen la duda como polvo dentro de una caja; ¿pero para qué me traen la caja si en ella no hay más que polvo?
A falta de saber, escribo; y me valgo de los grandes términos ajenos de la Verdad, de acuerdo con las exigencias de la emoción.
Si la emoción es clara y fatal, hablo, naturalmente de los dioses y así la encuadro en una conciencia del mundo múltiple. Si la emoción es profunda, hablo, naturalmente de Dios, y así la engasto en una conciencia unívoca. Si la emoción es un pensamiento, hablo, naturalmente, del Destino, y así la pongo contra la pared.
A veces el propio ritmo de la frase exigirá Dios y no Dioses; otras veces, se impondrán las dos sílabas de Dioses y habrá cambio verbal de universo; otras veces, por el contrario, pesarán las necesidades de una rima íntima, un desplazamiento del ritmo, un sobresalto de la emoción y el politeísmo o el monoteísmo se amoldarán a la elección. Los Dioses son una función de estilo.

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¿A dónde está Dios, aunque no exista? Quiero rezar y llorar, arrepentirme de crímenes que no cometí, gozar de ser perdonado como una caricia no exactamente materna. Un regazo donde llorar, pero un enorme regazo, sin forma, espacioso como una noche de verano, y aún así cercano, tibio, femenino, junto a un hogar encendido... Poder llorar allí cosas impensables, carencias que ni sé cuáles son, ternuras de cosas inexistentes y grandes dudas estremecidas de no sé qué futuro...
Una infancia nueva, un ama vieja otra vez, y un lecho pequeño donde irse durmiendo entre cuentos que acunan, escuchados apenas con atención que se va entibiando entre grandes peligros semioídos que circundan jóvenes cabellos rubios como el trigo... Y todo esto muy grande, muy eterno, definitivo para siempre, de la estatura de Dios, allá en el fondeo triste y soñoliento de la realidad última de las cosas...
un regazo o una cuna o un brazo tibio rodeándome el cuello... Una voz que canta bajito y parece empeñada en hacerme llorar... El crepitar del resplandor del fuego en el hogar... Y después, sin sonido, un sueño sereno en un espacio enorme, como el de la Luna rodando entre las estrellas...
Cuando pongo a un lado mis sacrificios y arreglo en un rincón, con un esmero lleno de cariño –con ganas de darles besos- mis juguetes, las palabras, las imágenes, las frases -¡me vuelvo tan pequeño e inofensivo, me quedo tan solo en un cuarto tan grande y tan triste, tan profundamente triste!...
¿Quién soy yo, al fin de cuentas, cuando no juego? Un pobre huérfano abandonado en las calles de las sensaciones, tiritando de frío en las esquinas de la Realidad, que tiene que dormir en los peldaños de la Tristeza y comer el pan mendigado a la Fantasía. De mi padre sé el nombre; me dijeron que se llamaba Dios, ero el nombre no me da idea de nada. A veces, por la noche, cuando me siento solo, lo llamo y lloro, y me formo una idea de él a la que poder amar... Pero después pienso que no lo conozco, que tal vez él no sea así, que tal vez no sea nunca ése el padre de mi alma...
¿Cuándo terminará todo esto, estas calles por las que arrastro mi miseria, y estos escalones donde tirita mi frío y siento las manos de la noche entre mis harapos? Si un día Dios me viniese a buscar y me llevase a su casa y me diese calor y cariño... A veces pienso esto y lloro con alegría al pensar que lo puedo pensar... Pero el viento se arrastra por la calle y las hojas ruedan por ella... Levanto los ojos y veo las estrellas y las hojas ruedan por ella... Levanto los ojos y veo las estrellas que no tienen ningún sentido... Y de todo esto no queda otra cosa que yo, una pobre criatura abandonada que ningún amor quiso como hijo adoptivo, ni Amistad alguna como compañero de juegos.
Tengo demasiado frío. Estoy tan cansado de mi abandono. Ve a buscar, oh viento, a mi madre. Llévame a la noche a la casa que no conocí... Vuelve a darme, oh, silencio inmenso, mi ama, mi cuna y la canción con la que me dormía...

95
Duré horas incógnitas, momentos sucesivos sin relación, en el paseo nocturno que hice por la orilla desierta del mar. Todos los pensamientos que han dado de vivir a los hombres, todas las emociones que los hombres han dejado vivir, pasaron por mi mente, como un resumen oscuro de la historia, en esa meditación mía paseada a orillas del mar.
Sufrí en mí, conmigo, las aspiraciones de todas las eras, y conmigo caminaron, a orillas del mar oído, los desasosiegos de todos los tiempos. Lo que los hombres quisieron y no hicieron, lo que mataron haciéndolo, lo que las almas fueron y nadie dijo –de todo esto se formó el espíritu sensible con que caminé de noche, a orillas del mar. Y lo que cada amante no obtuvo de su amante, y aquello que la esposa ocultó siempre a su marido, y eso que la madre piensa del hijo que no tuvo, y lo que sólo encontró forma en una sonrisa o en una ocasión, y en un tiempo que no fue ése o en una emoción que no hubo –todo eso, en mi paseo a orillas del mar, fue conmigo y volvió conmigo, y las olas alentaban generosamente el vaivén en que yo lo adormecía.
Somos quienes no somos, y la vida está resuelta, y es triste. El estruendo de las olas en la noche es un estruendo de la noche; ¡y cuántos lo oyeron en sus almas, como la esperanza constante que se deshace en lo oscuro con un sonido sordo de espuma profunda! ¡Qué lágrimas lloraron los que llegaron a donde querían, qué lágrimas perdieron los que consiguieron su propósito! Y todo eso, paseando a orillas del mar, se me convirtió en secreto susurrado de la noche y en confidencia del abismo. ¡Cuántos somos! ¡Cuántos nos engañamos! ¡Qué mares resuenan en nosotros, en la noche de tener que ser, por las playas que nos sentimos cuando nos inunda la emoción! Aquello se perdió, aquello que se debería haber querido, aquello que se obtuvo y satisfizo por error, lo que amamos y perdimos y, después de perderlo, vimos, amándolo por haberlo perdido, que no lo habíamos amado; lo que creíamos que pensábamos cuando sentíamos; lo que era recuerdo y creíamos que era emoción; y el mar, llegando hasta allí, rumoroso y fresco, desde el gran fondo de toda la noche, a apaciguarse dócil en la playa, en el transcurso nocturno de mi paseo a orillas del mar...
¿Quién sabe siquiera qué piensa o qué desea? ¿Quién sabe qué es para sí mismo? ¡Cuántas cosas la música nos sugiere y nos agrada que no puedan ser! ¡Cuántas recuerda la noche y lloramos y no fueron nunca! La ola, como una voz que se desprende de la paz tendida en la extensión, cae desde lo alto, estalla y se enfría y hay un susurro de espuma audible que se extiende por la playa que no se ve.
¡Cuánto muero si siento por todo! ¡Cuánto siento si así vago, incorpóreo y humano, con el corazón quieto como una playa, por todo el mar de todo, en la noche que vivimos, mar alto que golpea, áspero y se enfría, en mi eterno paseo nocturno a orillas del mar!


127
No me indigno porque la indignación es para los fuertes; no me resigno porque la resignación es para los nobles; no me callo, porque el silencio es para los grandes. Y yo no soy fuerte, ni noble, ni grande. Sufro y sueño. Me quejo porque soy débil y, porque soy artista, me entretengo tejiendo con musicalidad mis quejas y retocando mis sueños conforme el modo que encuentro de hacerlos más bellos.
Sólo lamento no ser un niño, para poder creer en mis sueños, no ser un loco para poder alejar del alma a todos los que me rodean, 
Tomar el sueño como algo real, vivir demasiado los sueños impuso esta espina a la rosa falsa de mi vida soñada: que ni siquiera los sueños me agradan porque les encuentro defectos.
Ni siquiera pintando ese cristal con sombras coloridas me oculto el rumor de la vida ajena a mi estar observándola, tan del otro lado.
¡Dichosos los constructores de sistemas pesimistas! No sólo se amparan en ellos de no haber hecho nada, sino que, además, se alegran de lo que explican y se incluyen en el dolor universal.
Yo no me quejo del mundo. No protesto en nombre del universo. No soy pesimista. Sufro y me quejo, pero no sé si lo que hay de malo es el sufrimiento ni sé si es humano sufrir. ¿Qué me importa saber si eso es cierto o no?
Sufro y no sé si merecidamente. (Cervatillo perseguido.)

Yo no soy pesimista, soy triste.

Girondo- Nocturno

Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana.
Luces trasnochadas que al apagarse nos dejan todavía más solos.
Telaraña que los alambres tejen sobre las azoteas.
Trote hueco de los jamelgos que pasan y nos emocionan sin razón.
¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo,
y cuál será la intención de los papeles
que se arrastran en los patios vacíos?
Hora en que los muebles viejos aprovechan para sacarse las mentiras,
y en que las cañerías tienen gritos estrangulados,
como si se asfixiaran dentro de las paredes.
A veces se piensa,
al dar vuelta la llave de la electricidad,
en el espanto que sentirán las sombras,
y quisiéramos avisarles
para que tuvieran tiempo de acurrucarse en los rincones.
Y a veces las cruces de los postes telefónicos,
sobre las azoteas,
tienen algo de siniestro
y uno quisiera rozarse a las paredes,
como un gato o como un ladrón.
Noches en las que desearíamos
que nos pasaran la mano por el lomo,
y en las que súbitamente se comprende
que no hay ternura comparablea la de acariciar algo que duerme.